Hay cosas que el catedrático Dan Ariely habría hecho de otra manera. Pero cuando –al comienzo de la crisis del coronavirus– el gobierno israelí le pidió que fuera a Israel desde la localidad de Carolina del Norte en la que vive, ni siquiera él –un experto mundial en Psicología y Economía Conductista– sabía qué hacer en esa situación nueva. Ahora, cuando parecería que tal vez haya pasado lo peor de la tormenta, Ariely puede analizar fríamente dos meses alucinantes. “Hay dos cosas que está claro que tendríamos que haber hecho: permitir que la gente hiciera gimnasia fuera de su casa siempre que quisiera, y no 'cerrar el mar’, es decir, las playas”, expresa. “No entiendo cómo fueron capaces de ‘cerrar el mar’. Tendrían que haberlo ‘abierto’ durante más horas”.
–Una playa llena es un caldo de cultivo
–Se puede mantener la distancia social también en la playa; hay soluciones para todos los problemas. El ser humano no está hecho para vivir en aislamiento absoluto. También fue un error haberle dado a la gente licencia sin goce de sueldo. En Estados Unidos les dieron a los empresarios dinero para que sus empleados pudieran seguir trabajando. Y si uno es dueño de un restaurante, y los camareros no tienen nada que hacer, se los puede seguir empleando con dinero del Estado, y encomendarles otras tareas. La licencia sin goce de sueldo alejó a la gente del trabajo, por lo que aumentó la ansiedad que sentían. El Gobierno lo hizo porque tenemos un sistema de seguro de desempleo que paga a través del Instituto Nacional de Seguridad Social. Pero no tenemos un mecanismo para pagarles directamente a las empresas. Entonces hemos hecho lo que resultaba más fácil, aunque no era lo correcto.
–¿Cuánto tiempo tardará la gente en volver físicamente a la vida anterior, si es que va a volver?
–Estrechar las manos y abrazarse llevará menos tiempo del que pensamos. Un buen día iremos por la calle y nos acercaremos a alguien, y al día siguiente lo tocaremos y nos daremos cuenta de que es menos peligroso de lo que parece. Quien no salga de casa no entenderá que eso no es tan terrible. Por otro lado, pienso que durante mucho tiempo no iremos a eventos realmente multitudinarios, y no volveremos pronto a las salas de cine.
Ariely, de 53 años, catedrático en la Universidad de Duke, es autor de libros que se han convertido en best sellers y un conferenciante solicitado en todo el mundo, viajó a Israel en su calidad de propietario de la empresa Kayma, dedicada a solucionar problemas moldeando la conducta, y trabaja para el gobierno israelí. “El primer reto fue elaborar medidas para que la gente obedeciera”, dice Ariely. “Después surgieron preguntas acerca de qué hacer con los ultrarreligiosos, y qué hacer con los musulmanes en Ramadán, cómo ayudar al Ministerio de Educación a organizar la educación a distancia, qué hacer para impedir un aumento de la violencia doméstica, cómo hacer que la gente done más dinero a las diferentes organizaciones de ayuda. Tenemos que ser conscientes de que cada aspecto negativo de la sociedad empeoró con el coronavirus. Si en Estados Unidos, por ejemplo, el sistema de salud es muy malo, resulta más evidente ahora”.
–¿Qué es lo que se agravó más en Israel?
–La desigualdad económica. Y ésta aumentará aun más en muchos lugares, pero va a ser muy-muy significativa en Israel. Tomemos como ejemplo a un vendedor de helados. Si vende 80 helados al día no gana ni pierde dinero, si vende 90 gana y si vende 70 pierde dinero. Vale decir que tiene un margen de seguridad muy pequeño. Pero si no trabaja durante dos meses se queda muy atrás. Y tiene dos posibilidades: pedir un préstamo en un banco pagando intereses, o pedirlo a prestamistas con un interés más alto. Eso quiere decir que empieza desde cero más la deuda, y le resultará muy difícil salir de ese círculo porque una deuda lleva a otra deuda. También hay que suponer que el consumo no volverá al mismo nivel en un futuro cercano, por lo que el vendedor de helados no volverá automáticamente a vender lo mismo que antes, cuando apenas le daba para vivir. A todos los negocios que estaban en el límite, sin una red de seguridad, les espera una época difícil y muy larga.
–¿Es posible que la respuesta a la pandemia en Israel fuera demasiado extrema?
–A mi centro de Estados Unidos lo denominan ‘la empresa de la sabiduría posterior a los hechos’ [lo que en francés llaman ‘la sabiduría de las escaleras’: lo que, después de los hechos, pensamos que tendríamos que haber dicho o llevado a cabo] porque eso es mucho más fácil. Pero sí, en Israel se ha respondido de manera extrema. Está claro que había que tomar medidas, pero no está claro que la medida correcta fuera encerrar a la gente a cal y canto.
–¿De qué otra manera se podría haber impedido la propagación del virus?
–Al principio no sabíamos, y cuando hay una pandemia y no se sabe, es correcto ir a lo seguro. El problema es que vivimos en un país en el que los ciudadanos no le creen al gobierno, y éste no se fía de los ciudadanos. Supongamos que el gobierno hubiera dicho desde el principio ‘lávense las manos, mantengan la distancia social, usen una mascarilla y eviten aglomeraciones’, y la gente hubiera hecho todo eso, podríamos haber sido como Suecia, sin confinamiento. ¿Pero qué posibilidades había de que la gente hiciera eso? Cero. Ninguna. Entonces es probable que estuviéramos como Italia o España.
–Entonces el confinamiento se debió a que los israelíes no son obedientes ni disciplinados.
–Sabemos muy bien cómo somos. Cuando el gobierno nos dice que nos aislemos, calcula que engañaremos en un 20 por ciento. Y puesto que no confían en nosotros, nos dieron órdenes muy sencillas: quedarse en casa, no salir a una distancia mayor de 100 metros. La orden de mantener la distancia física y de ponerse una mascarilla es más compleja, también porque nosotros no reaccionamos bien cuando nos dicen lo que tenemos que hacer. Supongamos que vemos a alguien sin mascarilla o que no mantiene distancia, y le llamamos la atención, ¿qué posibilidades hay de que diga ‘tiene usted razón’? ¿O lo que va a hacer es insultarnos? Así como en Estados Unidos ahora se paga un precio muy alto por las "fake news", que hicieron que los estadounidenses ya no sepan qué creer, nosotros pagamos un elevado precio tanto por nuestra conducta como seres humanos, así como por la desconfianza en los líderes. Podemos decir que el gobierno se equivocó, pero hay que entender que nosotros sencillamente no somos un pueblo obediente, y cuando se trata de una pandemia no hay muchas alternativas. Si un 20 por ciento de la gente no paga impuestos, es un problema, pero eso supone un 20 por ciento menos de dinero que se recauda. Pero si un 20 por ciento de la gente no se comporta como debe en una época de pandemia, perjudica al 80 por ciento restante.
–¿Cuáles son las cosas más importantes que cambiaría de la respuesta?
–Si hubiéramos monitoreado y vigilado mejor a la gente, eso podría haber cambiado las reglas del juego. Pero repito, es problemático porque no confiamos en el gobierno. Es terrible. Soy de la idea de que hay que crear un organismo compuesto por expertos, con la esperanza de que la gente le creyera. Y contaría, por ejemplo, con alguien como Guil Shweid (ingeniero, inventor y empresario israelí), que es al mismo tiempo un experto y una persona ética, y le diría: "usted es responsable de imponer el monitoreo y la vigilancia, y cuando pase la crisis usted eliminará todos los datos, y ninguno quedará en manos del Gobierno”.
–¿Qué más?
–No consideraría al país como un bloque, sino que iría por barrios. En una localidad en la que no hubiera muchos casos hay que controlar quién entra y quién sale, pero adentro la vida podría seguir con normalidad. En la ciudad en la que vivo, Durham (Carolina del Norte, Estados Unidos), no hay ningún problema en que yo me suba al coche y vaya a trabajar a la oficina. Y si me pongo una mascarilla, también puedo ir al supermercado. Y no hay drama. No es como Nueva York, donde es casi imposible no contagiarse. En consecuencia, necesitaríamos diferentes modelos de riesgo para los diferentes lugares. Pero para eso sería realmente necesario un organismo al que la gente le creyera. Entiendo que esto es complicado, pero por eso vamos a pagar un elevado precio durante años.
–¿Cuántos años?
–Entre tres y cinco. Y habrá cosas que llevarán más tiempo. El gran aumento de la violencia doméstica no desaparecerá de un día para otro. La ansiedad de la gente que se quedó sin trabajo no va a desaparecer. Aunque encuentre otro, el hecho de haber perdido el trabajo dejará un impacto profundo. Históricamente, eso eleva el porcentaje de suicidios, y me temo que van a suceder muchas cosas malas.
La semana que viene, Ariely participará de manera virtual en el Festival Internacional de Escritores que se lleva a cabo todos los años en el barrio Mishkenot Shananim de Jerusalem. Ariely también hablará en dicho evento, que se lleva a cabo en colaboración con el Fondo Konrad Adenauer en Israel, de cosas de las que hace dos o tres meses no habría imaginado ni soñado que hablaría. “Además de cuestiones relacionadas con el coronavirus, espero poder contar cuál es mi punto de partida con vistas a una investigación, de dónde me vienen las ideas, cómo entender qué funciona y qué no funciona, y cómo aplicar lo que hemos descubierto para convertirlo en una manera concreta de mejorar algo en la vida”.
–¿Hemos aprendido algo que nos pueda ayudar a imponer más disciplina en futuras pandemias?
–Me temo que es al revés. Pienso que la confianza en los líderes es menor y no mayor, y el trauma económico va a tener un enorme impacto. Por ejemplo, sabemos que las personas pobres obedecieron menos las órdenes y las instrucciones. ¿Es que una persona pobre que tiene trabajo, y un mal día tose y tiene fiebre, va volver por su propia voluntad al aislamiento durante dos semanas sin ninguna red de seguridad? Tendrá que haber cambios muy importantes y estar muy bien preparados en lo económico para casos como éstos en el futuro.
–¿Seguiremos sacrificando gente en aras de la economía?
–Todo el tiempo sacrificamos gente en aras de la economía. En Israel mueren 5.000 personas al año por infecciones en hospitales y los fármacos subvencionados son muy pocos, lo que quiere decir que no estamos realmente considerando la vida como algo sagrado. El problema es la falta de constancia y de coherencia. Si hubiera venido aquí un extraterrestre hace seis meses, y se preguntara en qué medida importa aquí la vida de los demás, la respuesta sería: "No tanto". Porque nuestra conducta demuestra que no nos importa. Pero si ese mismo extraterrestre hubiera venido el mes pasado, habría dicho: "¡Oh!, cuánto le importa a esta gente la vida". La vida y la muerte tienen un precio, y la calidad de vida tiene un precio, y en términos generales no invertimos en calidad de vida.
–No es ético ponerle un precio a la vida de las personas.
–Esto no es nada nuevo. La economía siempre lleva a tomar este tipo de decisiones. La terrible contaminación que hay en la ciudad israelí de Haifa es una decisión económica que lleva a la muerte. Muchas personas en Israel viven mal, y no nos importa. La gente se muere por falta de dinero o por escasez de comida, y no nos importa. La diferencia es que ahora hemos visto cómo se toman las decisiones, lo que en general está tras bambalinas. La verdad es que el costo de salvar vidas en épocas normales es considerablemente menor que lo que cuesta salvar vidas del coronavirus. No digo que haya que contagiar a todos, pero el equilibrio entre la economía y la salud existe siempre, pero ahora pagaremos un elevado precio por las dos cosas.