Las discusiones por la ley de reforma de conversión, una discusión sobre el reconocimiento como judíos de ciudadanos que no cumplen con los requisitos halájicos, es una lucha entre sectores que vuelve a demostrar la ausencia de discursos seculares en el debate por el futuro del pueblo judío en Israel.
Las voces laicas no se hacen escuchar, como si no fuera un tema que no les importa. Por eso no es culpa del rabinato, sino de la laxitud secular sobre el tema, lo que nos llevó a esta situación en la cual los grupos ortodoxos acumulan poder político pese a ser una marcada minoría.
No es un fenómeno nuevo. El poder de los partidos religiosos se basa en esa debilidad laica. El sionismo renunció a la discusión sobre quién es judío a cambio de cooperación política de parte de los ortodoxos. Durante décadas ministros y parlamentarios entregaron la vanguardia a los rabinos, sin discusiones, preguntas o pedidos de argumentos. Así es que los partidos religiosos aprovechan para hacer realidad su visión sobre el pueblo judío.
Los sectores seculares, de manera activa, dejaron en mano de los ortodoxos todas las instituciones religiosas oficiales del Estado de Israel. Esto generó una situación absurda, en el que una minoría se impone a una mayoría en una temática sensible. Así, esta minoría no se apodera solamente de presupuestos, sino de la identidad del Estado.
A principios de la década de 1970 la Ley de Retorno fue enmendada para permitir la liberación e inmigración desde la Unión Soviética, inclusive para algunos soviéticos que no eran judíos según la halajá. Alrededor de 20 años después comenzó la llegada masiva de medio millón de inmigrantes, y desde entonces el Estado de Israel ignoró el problema que había creado.
El poder de los partidos religiosos se basa en esa debilidad laica. El sionismo renunció a la discusión sobre quién es judío a cambio de cooperación política de parte de los ortodoxos.
La raíz del problema es inclusive anterior y se encuentra en un pecado original del sionismo, un movimiento que nunca consideró basarse en su condición judía tal como se desarrolló el judaísmo durante dos mil años de exilio. El climax llegó con David Ben Gurion y la firma del status quo, un movimiento que socavó la posibilidad de una reconciliación entre la interpretación sionista y rabínica del judaísmo. Ben Gurion habrá tenido sus motivos históricos para actuar como lo hizo, pero allí mismo se creó el núcleo del conflicto actual.
La reforma de conversión es tal vez la decisión más dramática sobre la identidad del Estado judío desde la enmienda de la Ley del Retorno. Y los representantes judíos mayoritarios simplemente dejan hacer. Por elección.
A su vez, la reforma es una cortina de humo y no una solución. Porque inclusive si se aprueba: ¿Qué interés tendrán un millón de israelíes, especialmente mujeres, en someterse a este proceso de conversión? ¿Por qué Natasha, quien celebra todas las fiestas judías, fue voluntaria de Magen David Adom y sirvió en las FDI; debería humillarse frente a un rabino que la ve como un ser inferior? Ella no necesita ninguna aprobación rabínica para ser judía.
Muchos otros israelíes tampoco necesitan el visto bueno de los rabinos para afirmar que Natasha forma parte del pueblo judío. Aquellos para quienes la ley judía es relevante deberán lidiar con el tema. En definitiva, son ellos quienes eligen esta forma de vida y discriminan a los judíos que no comparten su manera de entender la religión.
La discusión sobre la reforma de conversión es una oportunidad para que el sionismo vuelva a adoptar su identidad judía con fuerza y conocimiento. Durante miles de años los judíos supieron cómo lidiar y reconstruirse para proteger a la gente de las amenazas internas. La sociedad israelí está a punto de ebullición por su propia discusión sobre la identidad judía. El sionismo creó el problema, y es el sionismo quien debe repararlo.