La trayectoria de Tomás Kalika se parece a la historia del Pueblo Judío: su origen e inspiración fue Jerusalem, durante años recorrió el mundo y cuando sintió que su formación estaba consolidada se dedicó a desarrollarse y transmitir sus legados. Uno es “Mishiguene”, el restaurante de Buenos Aires que es considerado el primero de alta cocina judía y rankea en el 18° puesto de los 50 mejores de América Latina. El otro es “Diáspora”, un proyecto documental que todavía está en construcción, en el que explicará por qué la cocina judía es tan diversa y menos conocida de lo que muchos piensan.
“Hice aliá junto con mi familia a los 17 años y mi ingreso a la vida adulta -ese proceso que todos vivimos- en mi caso fue en Israel”, cuenta, y más adelante agregará sin mayores detalles que la situación económica que forzó ese viaje era realmente crítica. Pero para su familia, como para tantas otras que eligen ese camino, el exilio fue una buena oportunidad para empezar de nuevo. Desde el sillón que le servía de cama en Jerusalem a sus recetas que recorrieron el mundo en cruceros, la historia de este chef que empezó con nada y logró mucho tiene un fuerte aroma a Israel y judaísmo. Y así lo explicó en un diálogo exclusivo con Ynet Español.
-¿Cuáles fueron tus primeros pasos en Israel?
-Mi familia se fue a Ashdod y yo al principio estuve en el kibutz Beit HaShitá, en el norte, cerca de Afula. Es uno de los kibutzim más antiguos, de los pioneros en esa región, y entre otros trabajos estuve en la cocina. El comedor del kibutz era muy grande, al mediodía todos cortaban sus trabajos y comían ahí, eran como 3000 o 4000 personas.
-¿Fue tu primer contacto con la gastronomía?
-Fue mi primera vez en una cocina y era como estar un restaurante lleno todos los días. Hice muchas tareas, pero principalmente fui lavacopas. Había una cinta muy larga en la que la gente dejaba sus bandejas con la vajilla sucia. También limpié las cámaras de frío, ordené la mercadería que llegaba, fui asistente de cocina. Fue mi primer contacto con la dinámica de trabajo y al mismo tiempo con la vida adulta.
-¿Ya había nacido una vocación?
-No, lo hacía de manera inconsciente. Era una aventura estar ahí, no tenía idea qué iba a ser de mi vida. Mi recorrido empezó después en Jerusalem, donde estuve varios años y por eso me considero un Ierushalmi. Viví en diferentes barrios: Pizgat Zehev, Rejavia, Mishkenot Shahananim, Talpiot…
-¿Cómo es vivir en Jerusalem?
-Conozco mucho la ciudad y es un lugar muy intenso, ruidoso, con niveles de energía muy fuertes. Hay que partir de la base de que todo el mundo, de todas las religiones, van a Jerusalem en busca de la verdad. Es un shock cultural muy potente y eso se respira en la calle. Estuve ahora, con 40 años, y no volvería a vivir allá ni loco. Pero a los 17 uno está un poco inmune a todo eso, te sentís como dentro de una aventura, y me enamoré de esa situación.
-¿Cómo afrontaste esa aventura?
-Dormía en el sillón de una casa compartida con dos chicas paraguayas, una brasilera y un uruguayo. En esa época se buscaba trabajo en el diario y en un ranking de un crítico gastronómico el restaurante Okianus (en hebreo “océano”), de Eyal Shani, estaba en el primer lugar. Era un emblema de la alta cocina y filosóficamente también. El tipo planteaba una cocina no kosher en una ciudad hipercompleja como Jerusalem. En una casita, que además era un monumento histórico, Shani cocinaba cerdos y langostas. ¡No le importaba nada! Y yo me dije: “Voy a trabajar ahí”.
-¿Cómo convenciste a uno de los chefs más prestigiosos del país?
-Tardé una semana en animarme a entrar a Okianus. Era en Kikar HaJatul, que en ese momento era una plaza de artesanos, y se trataba de una casa que era un monumento histórico porque antiguamente tenía un reloj. Ese lugar, donde vivía el relojero, Eyal lo había convertido en un restaurante muy pero muy pequeño. Me recuerdo parado en la calle, mirando por una ventana ínfima pero increíble, a un grupo de cocineros vestidos con chaquetas blancas y sin espacio para mucho más que cuatro personas. Se veía un horno de piedra en las que sacaban unos lafas inmensos (tipo de pan árabe), de una masa elástica casi acuosa, y era impresionante cómo las manejaban. Tenían una parrilla a carbón, una heladera llena de langostas, de todo y en un lugar muy chico. Era una locura. Esa situación me marcó de por vida, ahí sí me bajó la decisión y me dije “quiero ser esto”.
-¿Y una semana después? ¿Cuándo te animaste a entrar?
-Fui un martes a las 10 de la mañana, pregunté por Eyal que era el chef, me dijeron que estaba en Tel Aviv, dije que lo esperaba. Me dijeron que no sabía cuándo venía, les dije que no importaba. Que sí, que no, que sí, que no, yo igual me quedé parado a un costado. Eyal llegó como a las 11 de la noche. Yo no hablaba hebreo ni inglés: “Me, Tomás, Argentina, need food, work very good”. Me preguntó si cocinaba y le dije que no, pero que aprendía rápido, “very fast, good good”. Me mandó a una escuela de cocina, le expliqué que no podía pagarla y en ese mismo momento me puso a lavar copas, platos, inodoros o la vereda. Lo que fuera.
-Sin experiencia ni idioma, ¿por qué te aceptó?
-No sé. Es que Eyal es y era un delirante, un tipo único. No me olvido más de la fascinación que tenía con los tomates. Hasta les hablaba. Logré salir adelante por mi determinación y porque todos los que trabajaban ahí me tomaron cariño. Un día me agarró un cocinero y me dijo “jamud, hace tres horas te estamos pidiendo un colador y no nos entiendes, así que vamos a hacer lo siguiente: para mañana te armas una lista a dos columnas de estas palabras escritas en fonética y al lado en español. Si no, te vas”. En mi casa tenía un diccionario hebreo-español y esa noche me puse a buscar cómo se decía colador, plato, cuchara, cuchillo, etc. Lo pegué grande en la pared, al lado de la bacha, y funcionó.
-¿Cuánto tiempo duró la aventura de Okianus?
-Casi tres años después cerró el restaurante. Es que, dentro de lo estrambótico que era, en esa época Eyal no tenía criterio económico. Por ejemplo, hacíamos una sopa francesa de mariscos y pescados que la cocinábamos con agua mineral. Y el lugar era muy chico, no entraban más de 20 personas comiendo. No había manera de que le cerraran los números. Mientras él le hablaba a los tomates, el restaurante se venía abajo. A los empleados nos desparramaron por otros locales y yo trabajé en el Hilton en un restaurante que abrió Jacques Divellec, un chef francés tres estrellas Michelin. Si en Okianus aprendí a agarrar un cuchillo, después de esa experiencia arrancó un camino que siguió por muchos lugares.
La lista de sitios recorridos es inmensa y algunos destinos tal vez ya desaparecieron de su memoria. Es que durante varios años Kalika, ya con su propio cucharón, le dio sabor a diferentes cruceros de la cadena Princess. Su último puerto fue el de su Buenos Aires natal y con ese regreso recuperó parte de sus raíces. Años después, tras un proyecto gastronómico que no funcionó, en 2014 cerró el otro círculo de su historia con la apertura de Mishiguene, el primer restaurante de alta cocina judía que brinda homenaje a generaciones de madres y abuelas que transmitieron sus recetas en hogares judíos. Aunque Kalika le agregó su toque personal, por supuesto, que incluye contenido no apto para bobes muy conservadoras.
-En el menú de Mishiguene hay un hummus violeta fluo, hecho con remolacha. ¿Cómo se lo explicás a tu abuela Olga o a tantas otras?
-Es imposible. ¿Cómo vas a discutirle una receta a una señora de 82 años que heredó una receta de su abuela de Alepo? ¿Qué le voy a explicar sobre un mundo que evolucionó, o sobre las herramientas que existen hoy para convertir esas recetas en algo superador, que va por otro camino, y que intenta abordar la cultura judía desde una óptica más amplia? Hasta que llegó “Mishiguene”, la cocina judía era exclusiva porque dejaba afuera a todo el que no fuera un judío con una madre o abuela que heredara y legara sus recetas. Ahora salió y está al alcance de todos. De hecho, solamente un 20% de nuestra clientela pertenece a la colectividad. El resto viene simplemente porque le gusta comer.
-¿Y ese legado cultural cuál es entonces? ¿Qué es concretamente la cocina judía?
-Es un concepto abstracto, inexistente y sobrevalorado. Y lo digo siendo el fundador de “Mishiguene”. La cocina judía es simplemente una mirada de las cocinas que el judaísmo recorrió a lo largo de su historia. La clave es entender que somos un pueblo nómade. La cocina francesa o china refieren a un territorio con sus climas y sus ingredientes. La israelí, que hoy está muy de moda y está ligado a lo mediterráneo, también. Pero la cocina judía es otra cosa. Un ejemplo es la cocina judía de India, que es antiquísima y no tiene nada que ver con la ashkenazí o sefaradí. La conexión emotiva de la cocina judía es muy fuerte, trascendió cientos de años a través de los testimonios, pero no solamente de mi madre o abuela sino de todo el mundo. Se trata de la historia de un pueblo y el entendimiento de sus recetas a través de las huellas que fuimos dejando a lo largo de la historia.
"DIÁSPORA", OTRA MANERA DE CONTARLO
A Tomás Kalika no le alcanzó con mezclar ingredientes, renovar recetas y expandir los límites de la gastronomía judía. Fuera de la cocina, en el salón de Mishiguene, también hay música, humor y un brindis de shabat cada viernes a la noche. Tampoco fue suficiente con eso: fuera del restaurante recopiló testimonios y recorrió cocinas judías de todo el mundo. El formato es documental y todavía no tiene fecha de lanzamiento. Pero con ansiedad adolescente, tal vez la misma de sus inicios en Jerusalem, pide un stop en el grabador, presiona un par de botones de su celular y muestra el tráiler de “Diáspora”.
-¿Qué es Diáspora?
-En Mishiguene arrancamos pensando en lo más obvio. Varenikes, boios, kreplalj y otras recetas de mi abuela Olga. Pero enseguida nos dimos cuenta de que había algo inacabable para contar, que trascendía un restaurante sino que era un concepto. Eso es Diáspora. Un proyecto plural, multicultural, en el que nos asociamos con distintos especialistas de todo el mundo. La historia de la cocina judía es oro en polvo y todavía hay muchas cosas para mostrarle al mundo.
-¿Qué historias consideras que no se contaron lo suficiente?
-La cocina argentina judía, por ejemplo. Hay una migración judía anterior a las décadas del 20 y 30 que se instala en la Mesopotamia y no todos los judíos argentinos conocen. La historia de los gauchos judíos es loquísima. Entrevisté al último gaucho judío vivo: es un señor que cuida el cementerio de Basavilbaso, un pueblo de Entre Ríos. Se viste como gaucho y come guefiltefish. Tiene un caballo, usa boleadora y vive en un rancho. Ese mismo ejemplo vale para Tailandia, Grecia o Calcuta. En todos lados la cultura y la comida judía se va mimetizando con su entorno. En México por ejemplo la comunidad judía acostumbra comer guacamole con gribene, que es el chicharrón de pollo judío. O en Colombia los varenikes se hacen con palmitos. Todo se va adaptando y eso lo que tiene la cocina judía. Es fantástica e infinita.
En la tranquilidad de la calle Lafinur, a metros del ruido de Avenida del Libertador, el restaurante de Kalika es identificable desde lejos por una enorme inscripción en un ventanal. El “Mishiguene” de letras doradas tampoco pasa desapercibido para una pareja de ancianos que aprovecha el último rato de sol de un viernes a la tarde. Él, con boina, señala el vidrio. Ella, maquillada, entrecierra los ojos para leer y luego sonríe. No hay dudas de que son judíos. Lo que no queda claro es el origen de la añoranza: tal vez fue esa palabra tan familiar, ligada a algún tierno y lejano reto paterno. O tal vez la primera alerta fue el aroma, que desde la cocina del restaurante ya empezaba a anunciar la llegada del Shabat en Buenos Aires.
First published: 17:46, 23.08.19